24.4.06

La exaltación de las hormigas PARTE I

Por Andrés Jáquez

Lo mío es perder, lo mío, al parecer, es el desencuentro. Conseguir algo es fácil, perderlo es complicado y supongo que por eso me entusiasma tanto la idea de la ruptura, del rompimiento, de la desestabilización de las partes involucradas. He llegado a creer que en el momento en que realmente está a prueba mi idealización sobre qué tan paciente, controlado y superior puedo ser es precisamente cuando mando algo al carajo. Encontrar y conquistar era un juego de niños cuando era, precisamente, un niño de hoyuelos grandes y cabellos rubios. Pero a mí me gustaba el mundo de los adultos, crecí en un mundo rodeado de pintores, poetas, cineastas y novelistas, que siempre perdieron en todo, que la vida les pasó por encima, que buscaban la felicidad plena para luego darse el lujo de botarla por la ventana que daba, en un tercer piso, a Patriotismo esquina con Salvador Alvarado en el DF.

El esquema de la pérdida constante no es tarea fácil, ya que uno se va haciendo de ciertas mañas y prejuicios, es decir: se convierte en un profesional del desencuentro. Y como en toda profesión uno busca superarse constantemente. Y las marcas que se han impuesto en mi círculo de profesionales son muy altas:

Paul se suicidó después de perder la visión en el ojo izquierdo y saber que nunca pintaría igual; Mario se refugió desde hace tres años en una tribu africana en Kenya para trabajar con la Cruz Roja Internacional después de perder a su primer paciente en cardiología, Karla está desaparecida y nadie sabe nada de ella desde el día en que abrió una carta de Pedro diciéndole que la dejaba por otro, solo sabemos que ese sobre lo abrió caminando por una calle impronunciable en Ámsterdam, un día de nubes grises y gente albina.

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Conservo gratos recuerdos de Paul, el pintor francés que me enseñó a dibujar muy pequeño, que iba a visitar a mi madre casi todos los días en nuestra casa enfrente del parque México. En mi cumpleaños número cinco me regaló un castillo para armar y recuerdo haber estado horas enteras practicando con él diálogos sobre un motín al Rey Arturo y su mesa redonda. Mi tesoro más preciado del meláncolico y genial Paul es el pañuelo con Turandot Medieval que pintó en Francia en los años ochenta y que llegó a mis manos como un extraño regalo. Roger, el autor del regalo, por este solo hecho se ha convertido en un ser humano al que siempre lleno de bendiciones y cariño. [...]a veces pienso que el verdadero objetivo en mi vida debería ser recuperar los pedazos extraviados de Paul y darles un poco de la estabilidad que él siempre deseó y nunca pudo tener.
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Perder algo no siempre indica que uno sea distraído. En ocasiones uno simplemente se quiere deshacer de las cosas y la mejor manera puede ser perderlo, dejarlo olvidado en el semáforo que siempre estuvo descompuesto o en la mesa siete del cafecito al que íbamos todos los días a hablar sobre Milan Kundera, abandonarlo en el asiento de atrás del auto, recién vendido a un holandés pedante para patrocinar el viaje a Real de Catorce durante el verano de mis dos mejores amigos y yo, para que el nuevo dueño se sorprenda al darse cuenta de que no solo compró un medio de transporte sino un medio de aniquilación.

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Mario siempre fue tan normal, tan noble y tan superior a todos nosotros que cuando nos enteramos sobre el paciente que se murió en sus manos no pudimos evitar esbozar una pequeña sonrisa de alivio. Casi siempre el sufrimiento de alguien implica la exaltación de las hormigas en el vasto universo que se rige por la competencia y la vanidad. Mario siempre será nuestra carta de presentación en el infierno.

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No cabe duda que la tecnología está diseñada para alimentar nuestro ego, eso me sucede con el msn de Hotmail ya que me ha permitido varias veces bloquear a mi amigo cubano que será premio nobel de literatura antes del año 2012 –según la crítica especializada-. La razón para bloquearlo es sencilla: casi nunca me responde, probablemente porque él sí tiene una gran novela desarrollándose en sus dedos y yo no. Yo solo tengo tiempo para bloquear y desbloquear, bloquear y desbloquear, bloquear y desbloquear.

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Karla era la estudiante de escultura que controlaba completamente a “la tribu”, como solía llamarnos ella a las cinco personas que compartíamos la misma casa en San Miguel de Allende, y era tal su poder sobre nosotros que no recuerdo alguna vez haber hecho algo que propusiéramos nosotros. Cuando el estudiante de fotografía llamado Pedro entró a su vida, a nuestras vidas, pudimos reparar nuestra dañada libertad. La primera noche que nos quedamos sin Karla, porque Pedro se la había llevado a Monterrey a que conociera a su familia, nos quedamos en la casa intentando decidir qué hacer en esa ocasión tan especial. Las opciones eran infinitas: ir a un bar y seducir alemanas o españolas que no necesitarían de la aprobación de nuestra “guía”, ir a escuchar la eterna desafinación que el Negro hacía con su guitarra eléctrica en el antro de mala muerte habitado siempre por jóvenes de familias adineradas que vestían huaraches y rastas perfectamente cuidadas, todo tan igual a la película MORE que siempre entraba a ese lugar con una rola de Pink Floyd en mi cabeza, o ir al centro a tomar un café mientras María y yo hacíamos algunos bocetos de la gente y José se entretenía contándole mentiras a Roland sobre cómo nos conocimos todos y por qué cuatro mexicanos terminaron aceptando en su casa a un francés pretencioso y burgués -la verdadera razón fue la puntualidad de la mesada que le enviaba su hermana desde Nueva York aunque creo que él siempre creyó que todos lo queríamos como un hermano-.
No recuerdo bien quién propuso que mejor no deberíamos hacer nada, probablemente José, aunque a veces estoy seguro que fue María, pero lo que nunca se me va a olvidar es que yo me quedé mirando mi nuevo cuadro en homenaje a Bacon mientras oía al unísono una respiración de asentimiento en los cuatro esclavos que decidieron cerrar su celda, quedándose adentro de ella, la primera noche que se quedaron sin celador.

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Lo que más odio de recibir llamadas telefónicas es tener que contestarlas. Y cuando lo hago soy tan monosilábico como lo puede ser un chimpancé mientras se mira en el espejo e intenta decidir cuál de las dos imágenes es menos estúpida. Mis espacios auditivos suelo cuidarlos de forma tan excesiva que solo pierdo la dignidad telefónica por amor. El chimpancé rompe el espejo cuando retorna a su sabia bestialidad.

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Caminando hoy por los pasillos de la universidad, rumbo al aula en la que dos veces a la semana imparto la clase sobre semiótica en el diseño, encontré en el suelo un cristal redondo perfectamente pulido. Leí su estructura icónica lo mejor que pude y nada indicó que ese pedazo de vidrio perteneciera a algo o fuera una pieza que alguien extrañaría en alguna parte de este desierto invadido de pereza en el que habito. Metí el cristal en mi mochila gris entre los dos libros que he retomado estos días –The Shape of Things de Vilem Flusser y Microserves de Douglas Coupland- a falta de encontrar un nuevo incentivo literario.

Durante las dos horas que duró mi disertación sobre la posibilidad de gestar un discurso válido en el diseño, y al que el absurdo no lo golpeara de forma tajante, no pude dejar de pensar a ratos sobre mi extraña, y fácil, actividad infantil de encontrar cosas y recolectarlas. Dos horas en las que mis escuchas seguramente intentaban adivinar por qué precisamente hoy decidí hacer mis silencios más prolongados y permitir a mis alumnos divagar en sus extrañas circularidades linguísticas. De niño a mi madre le preocupaba mucho que siempre caminaba mirando al suelo y que al final del día terminaba con los bolsillos llenos de artefactos y objetos extraños. Me pregunto si mi facilidad para perder cosas no obedecerá a una suerte de limpieza de cajones con tantas cosas que voy recolectando por la vida.

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Hoy me senté a escribir algo para Semateka B que se suponía debía ser el final de la primera parte del texto que nombré La exaltación de las hormigas –nombrado así gracias a esa vocecita que circula en mi cabeza día y noche, que se acuesta conmigo y vigila mis sueños- y terminé haciendo una lista de las cosas importantes que he perdido en la vida. Y aunque tengo claro que lo mío es perder admito que soy pésimo para desarrollar un final apropiado para cada ocasión en la que la despedida, aún la literaria, debe acontecer. Ahora que lo pienso me percato de que siempre que veo a alguien le doy un abrazo al inicio y al final de un encuentro. ¿Cómo describir la emoción de un abrazo en el final de un texto? Lo ignoro.

Por cierto, la lista de cosas está encabezada por esta frase: HOY DECIDÍ YA NO HACER MEDIOCRES RESEÑAS CINEMATOGRÁFICAS PUESTO QUE PERDÍ EL SENTIDO DE SABOTAJE HACÍA MÍ MISMO GRACIAS A UNA PERSONA QUE ME HABLÓ CON SINCERIDAD.

El clima de hoy en Torreón: vientos que intentan sacudir la impavidez de los irritilas modernos que transitan por una ciudad que respira el susurro que asesina y la mentira que fortalece la sensación de una cómoda visión ante lo que debe ser la normalidad.

La inocencia la perdí aquella mañana que descubrí mi canica favorita, extraviada por días, en el bolsillo de mi mejor amigo de la infancia. Sin embargo recuperé un aliento de esperanza cuando mi nobleza ante el silencio fue recompensada por aquella niña linda de ojos verdes que besó mi mejilla y que fue la maga de mi infancia, la gran prestidigitadora de sueños y circos, de aventuras en las que los fantasmas nunca nos alcanzarían....y nunca nos han alcanzado. - extracto de APLASTAR UN INSECTO por Andrés Jáquez.



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