Por Teresa Rodríguez
La luz era como un bloque sólido de claridad que me impidió ver los colores durante días. Veía sólo el color de arena, el suelo desértico en que nací, formando una masa dura con
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Era como un país extranjero. Mi ciudad natal, un país extranjero. Escuchaba el habla de los habitantes como si fuera otra lengua que yo dominaba, pero que había aprendido en la juventud; en la cual podía sumergirme, pero que no me pertenecía. Tres o cuatro días permanecí en esa extraña situación del viajero. La luz tan sólida y definitiva, que hacía surgir la ciudad de la tierra, y el idioma extranjero –que no era tal, sólo el acento olvidado del norte-, me obligaban a deambular tangencialmente por las redes de la cotidianidad donde los otros son forzados a vivir sumergidos en el mercado y la plaza, en la papelería y la maquiladora, en el banco y el cine; lugares extraños que me estaban prohibidos, templos arcaicos a los que no puede entrar ese ser femenino y penetrado que es quien viaja.
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Tal vez vino a mi mente Betty Blue porque escribo ahora sobre un cuaderno parecido a los del hombre de la película, en un cuaderno cuya portada es un autorretrato de Van Gogh. O tal vez recordé porque esa tarde la había pasado también en la misma ciudad, aunque en una casa extraña, de la que ahora no quiero acordarme. Me quedé sólo un par de días después de comenzar a ver los colores. Huí, como huía siempre, de la imposición de la arena. No quería nacer de ella o desde ella otra vez. No quería ser aplastada por la luz tan sólida y definitiva del desierto natal.
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